Nunca olvidaré aquella imagen
majestuosa de Quito, cuando al finalizar una subida en la Avenida 10 de Agosto
apareció imponente la simétrica figura del Cotopaxi, “dulce cuello de sol” en
lengua cayapa, uno de los volcanes más altos del mundo.
Me había ido de Colombia con el
deseo de alejarme de las universidades y de su abuso administrativo con
estudiantes y docentes. “…Para la sociedad colombiana, un importante canal de
promoción social, después del enriquecimiento lícito o ilícito, ha sido la
educación superior” (Días Arenas, 1996, p. 167), lo que había convertido a la educación
superior en un negocio rentable, sin mayor compromiso: “…en la sociedad moderna,
compleja y burocratizada, ha emergido la intermediación del administrador y la
sociedad colombiana ha visto surgir y expandirse la forma ominosa del
propietario universitario. La materialización de los intereses de estos
“intrusos” se logró no sólo en detrimento del propio interés general de la
sociedad que requiere educación universitaria de calidad y con amplio
cubrimiento sino en perjuicio de los sujetos naturales (estudiantes y
profesores)” (Días Arenas, 1996, p. 191)
Llevaba doce años de experiencia
en medios y nueve de docencia, pero la educación me había venido robando de a
poquitos, después de que me la encontrara en una fotocopiadora en la Tadeo. En
estos años ya había trabajado en la Tadeo, la Incca, el Politécnico, El Sena,
cidca y corpotec. Pero estaba hastiado. Cuando llegaba a la
Universidad, la que fuera, sentía fastidio y no quería que
nadie se me cruzara, ningún administrativo ni oficinista. Esto cambiaba al
entrar al salón de clase: el diálogo con los estudiantes, el proceso de aprendizaje,
me transformaba y salía de clase renovado. Sin embargo, tenía que alejarme
rápido de aquellos edificios que simbolizaban la universidad como negocio y no
como centro de saber.
Ya había tenido que enfrentarme a
la Tadeo después de cinco años de trabajo en ella. En el 94 la Tadeo había
cambiado las condiciones de contratación en medio del semestre y quería
obligarnos a firmar un contrato arbitrario. Cuando protesté fui despedido.
Varios años después, la demanda se falló a mi favor y la Tadeo me tuvo que
reconocer los sueldos y prestaciones que me había dejado de pagar. Más
adelante, el Estado puso en cintura a las universidades y las obligó a
contratar profesores de planta, a crear estatutos docentes y a dar un
tratamiento más responsable a profesores y estudiantes.
En el 98, cidca no me renovaba
contrato si no tenía una cuenta de ahorros en
Bancolombia. Para la administración de esta organización de
educación superior, no importaba mi antigüedad de dos años ni que fuera reconocido
como buen profesor por la dirección académica del programa y por los
estudiantes. Para los administradores, el requisito fundamental era tener una
cuenta en ese banco. Decidí no tener cuenta en Bancolombia.
Era la crisis del 98 y Clack
Queta, la sociedad que habíamos conformado Fabio Medellín, su esposa Teresa y
yo, estaba en receso, mi desánimo con las universidades había llegado al tope y
después del incidente con cidca decidí no seguir dictando clases en ninguna
universidad. Cogí “mis chiros” y me fui para Quito, quería respirar otro aire.
Allí se me presentó la
oportunidad de escribir libretos para una serie de radio producida por el
Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina,
Ciespal, sobre leyendas indígenas en torno a la conservación del medio
ambiente, una experiencia verdaderamente gratificante. En la primera reunión
del equipo de trabajo me encontré con Alfonso Monsalve, director creativo del
proyecto. En el 82, él había sido mi profesor de redacción creativa en
publicidad, en la Universidad Central. Fue un reencuentro grato, pues había
sido uno de los buenos profesores que había contribuido a mi formación.
Empezamos juntos a diseñar un
proyecto para televisión, seguí trabajando en la serie de Ciespal, actividad
que alternaba los fines de semana con la administración de una discoteca
propiedad de una tía en la zona rosa de Quito. Confieso que nunca había “farreado”
tanto como en esa época.
La propuesta para trabajar en
Uniminuto me llegó cuando estaba preparando un proyecto para dictar talleres de
radio con Ciespal. La verdad, no me llamaba mucho la atención, mi pelea
interior con las universidades había sido tan fuerte que no me animaba a
regresar, pero reconocía en el Minuto de Dios un proyecto diferente. Decidí venir
a Bogotá y entrevistarme con Gladys Daza, la decana. Me propuso un proyecto seductor:
no se trataba de un contrato tradicional de horas cátedras y docencia, el propósito
era poner en marcha un proyecto: la Escuela de Medios. La entrevista con el
rector, el Padre Camilo, fue inolvidable: casi no hablé, él se encargó de
dibujarme el proyecto del Minuto de Dios y del papel de la universidad y de la
comunicación en su construcción.
Regresé a Quito, me parecía que
debía haber varios candidatos y que seguramente el puesto no sería para mí, en
realidad me argumentaba excusas que me mantuvieran en mi posición de no
regresar a Colombia y menos a la Universidad, pero la decisión no demoró mucho
en llegar: a los quince días me anunciaron que había sido seleccionado.
Debía entrar como docente, pero
no tardaría más de un par de meses en ser nombrado como director de la Escuela.
¿Qué hacer? Recuerdo mi caminata por el Parque La Carolina y mi recorrido en el
trolebús por el centro histórico de Quito, reflexionando sobre el tema: por un
lado estaban los proyectos con Ciespal para dictar talleres de capacitación en
radio y, con Manuel, seguir en la escritura de guiones para televisión,
habíamos iniciado diálogos con Ecuavisa, pero el Minuto de Dios era un proyecto
atractivo, la Universidad de otra manera, con una organización verdaderamente
comprometida con el desarrollo social… Además, en Bogotá estaban mi familia, mi
gente. Treinta y seis horas demoró el viaje de regreso por tierra.
