sábado, 26 de marzo de 2016

UN BEAGLE PERDIDO

-¡Ese, ese es mi perrito! -Dijo la mujer mientras atravesaba despacio la 24 en el Park Way. Se llevó las manos a la cara y lloró de alegría, mientras Steve, el Beagle de seis años que habíamos encontrado la semana anterior, ladraba de felicidad al reconocer a sus amos.

            Era viernes y todo empezó para nosotros seis días atrás cuando regresé de comprar el pan un sábado en la mañana. Abrí el portón del edificio y me recibió un Beagle con cara triste. Me olfateo y batió la cola. “Caramba, se le salió uno de los perros a Connie”, pensé. En el segundo piso vive Connie, una veterinaria que hospeda perros en su casa los fines de semana. Subí apresurado con el Beagle, detrás de mí.

            -No, ese perrito no es de aquí –respondió la hermana de Connie. Perplejo timbré en cada uno de los apartamentos del edificio. “No, no es mío” “Tan bonito el perrito” “Ay, pobrecito”, Fueron algunos de los comentarios de los vecinos que me respondían mientras el Beagle asomaba la nariz por sus puertas entre abiertas.

            Así llegué a mi propio apartamento.
            -¿¡Ahora que hacemos!? –Exclamó Aydée, mi esposa, mientras le acariciaba la cabeza. “¿¡Quién diablos había dejado entrar al perro al edificio!? Seguramente algún borrachín que llegó a la madrugada”. Tomó agua, no quiso comer pan. Compramos concentrado y le dimos, pensamos que debía tener hambre. Ese sábado no pudimos hacer más, era un día lleno de actividades.

            ¿Pobre perro? ¿Cuántos días llevaría perdido? No parecía maltratado, era juicioso, educado y estaba gordito. Después de que olfateó todo el apartamento hasta el último rincón, de que comió y de la vuelta del mediodía, se acostó en la poltrona del cuarto y se fundió toda la tarde. Estaba cansado y, de alguna manera, el calor de nuestro apartamento y el cariño que le ofrecimos le dio tranquilidad.

            La mañana del domingo nos despertó en llamado angustioso de Vela, la prima de Aydée, que junto con Tatiana, mi cuñada, se habían quedado en el apartamento con nosotros después de la fiesta de cumpleaños donde Jorge, amigo del barrio.
            -¡El perro se está muriendo, le dio un ataque! -De un brinco salí del cuarto. Tatiana sujetaba al perro mientras este convulsionaba. El tema del Beagle perdido se agravaba, era epiléptico. Le dieron dos ataques más durante el día.

            Empapelamos el Park Way, Palermo y Galerías con avisos:


Llenamos en face con entradas buscando a sus dueños y lo compartimos en todos los grupos especiales: “Beagles extraviados y encontrados en Colombia”, “Animalitos perdidos en Bogotá, Colombia” “Animales perdidos”, “Perros perdidos en Bogotá”, “Mascotas del Park Way”, “Salva un amigo”, “Participación local para la protección de los animales – Teusaquillo”, “Barrio Galería, Sears, Amigos”, “Perros y gatos perdidos y encontrados en Bogotá”, “Park Way, Palermo y alrededores”. Durante casi una semana el face nuestro se movió alrededor del Beagle perdido y nuestro aviso fue compartido 150 veces.

Connie, nuestra vecina, nos ayudó con el problema de la epilepsia del perrito, consiguió en la clínica donde trabaja el formato para formularle el anticonvulsionante, medicamento que es restringido por Fondo Nacional de Estupefacientes. Con esa fórmula, recorrí tres droguerías de Colsubsidio, es la única entidad autorizada para venderlo, hasta que lo encontré en el de la 26. ¡No lo pude comprar! Increíble. El empleado que me atendió me explicó con toda su caraza de estúpido que no había sistema y había que cotejar la fórmula en el sistema, habían programado una jornada de mantenimiento durante el fin de semana. Pelee, reclamé, patalee, pero nada sirvió. Era el colmo que no hubiera protocolos para casos de urgencias.

Me acordé entonces de un familiar que toma este tipo de medicamentos. El de ella era distinto, pero después de constatar en el vademécum Connie dispuso la dosis adecuada y a las diez de la noche, por fin, pudimos darle las pastillas, mi familiar nos obsequió el medicamento suficiente mientras el martes, el lunes era festivo, podíamos comprar la fórmula. Así terminó el domingo más largo de este año. El Beagle no volvió a convulsionar.

El martes lo mandamos bañar, el jueves se le aplicó la pipeta antipulgas, estaba cundido, así, la semana fue transcurriendo entre especulaciones. “Eso fue que lo botaron a la calle”, “Claro, como estaba enfermo, se deshicieron de él”… No podíamos creer que un perro que estaba bien cuidado y que a todas luces se veía consentido hubiera sido tirado a la calle. Empezamos a tejer una teoría que nos gustó más: Milú, a estas alturas le habíamos puesto el nombre de la mascota de Tintín el comic de aventuras creado por Hergé, era la mascota de una viejita que se le perdió, es un gordo rechoncho porque la viejita no puede caminar mucho y debe sacarlo poco, ella no maneja Facebook y no tiene ni idea como buscar su perro perdido en Internet.

El viernes santo, luego de visitar a mis suegros, Milú conoció a sus abuelos putativos, salimos a darle su vuelta al Park Way, teníamos la preocupación de que íbamos a hacer con él. Por supuesto no lo íbamos a botar, Aydée ya había armado una estrategia de adopción, era claro que nosotros no lo podíamos tener por las dinámicas de nuestro trabajo, que significaba que el pobre perro estuviera encerrado todos los días, sólo, en el apartamento. Su condición de salud no permitía esto. Varios amigos habían ofrecido su apoyo, Carlos Mario nos ofreció financiar los exámenes médicos que permitieran diagnosticar el origen de sus convulsiones, Francisco, mi primo, ofreció ayudar con el concentrado, que seguramente debía ser formulado por su condición. A estas alturas el perrito también manifestaba problemas de riñón, seguramente a causa de los medicamentos.

Debo decir, que a pesar de la preocupación, nunca perdí la fe en que sus dueños aparecerían, era cuestión de tiempo y de seguir buscando, ya habíamos programado enviar correos a las clínicas veterinarias y visitar todos los parque de los barrios de los alrededores, pegando carteles. Fue, entonces, cuando una mujer atravesó la 24 y se acercó a nosotros, aparecieron sus dueños Luis y Magnolia, nos venían siguiendo desde Carulla, mirando al perro, hasta que ella decidió acercarse, e indagar si era o no su perro. Abrazos al perro, ladridos y aullidos de alegría, el Beagle pasó rápidamente de Milú a Steve, su verdadero nombre. Se había perdido desde el jueves, es decir, anduvo por la calle dos días antes de llegar a nuestro edificio. Nos mostraron las fotos de él en su casa, en su cama, con su cobija, con Tintín, su hermano perruno. “Tintín”, nos reímos con Aydée, la vida tiene unas conexiones muy extrañas. En cinco minutos se produjeron mil llamadas a celular, donde sus dueños contaban que Steve había aparecido.


Finalmente, Steve se subió feliz a su carro y se fue con sus amos de siempre. Abrazados con mi esposa los vimos alejarse, una sonrisa y una lágrima de satisfacción nos abrazaba el alma y un hueco de 150 mil pesos quedaba en el bolsillo.