-¡Ese, ese es mi perrito! -Dijo la
mujer mientras atravesaba despacio la 24 en el Park Way. Se llevó las manos a
la cara y lloró de alegría, mientras Steve, el Beagle de seis años que habíamos
encontrado la semana anterior, ladraba de felicidad al reconocer a sus amos.
Era viernes
y todo empezó para nosotros seis días atrás cuando regresé de comprar el pan un
sábado en la mañana. Abrí el portón del edificio y me recibió un Beagle con
cara triste. Me olfateo y batió la cola. “Caramba, se le salió uno de los
perros a Connie”, pensé. En el segundo piso vive Connie, una veterinaria que hospeda
perros en su casa los fines de semana. Subí apresurado con el Beagle, detrás de
mí.
-No, ese
perrito no es de aquí –respondió la hermana de Connie. Perplejo timbré en cada
uno de los apartamentos del edificio. “No, no es mío” “Tan bonito el perrito” “Ay,
pobrecito”, Fueron algunos de los comentarios de los vecinos que me respondían
mientras el Beagle asomaba la nariz por sus puertas entre abiertas.
Así llegué
a mi propio apartamento.
-¿¡Ahora
que hacemos!? –Exclamó Aydée, mi esposa, mientras le acariciaba la cabeza. “¿¡Quién
diablos había dejado entrar al perro al edificio!? Seguramente algún borrachín
que llegó a la madrugada”. Tomó agua, no quiso comer pan. Compramos concentrado
y le dimos, pensamos que debía tener hambre. Ese sábado no pudimos hacer más, era
un día lleno de actividades.
¿Pobre
perro? ¿Cuántos días llevaría perdido? No parecía maltratado, era juicioso,
educado y estaba gordito. Después de que olfateó todo el apartamento hasta el
último rincón, de que comió y de la vuelta del mediodía, se acostó en la
poltrona del cuarto y se fundió toda la tarde. Estaba cansado y, de alguna
manera, el calor de nuestro apartamento y el cariño que le ofrecimos le dio
tranquilidad.
La mañana
del domingo nos despertó en llamado angustioso de Vela, la prima de Aydée, que
junto con Tatiana, mi cuñada, se habían quedado en el apartamento con nosotros
después de la fiesta de cumpleaños donde Jorge, amigo del barrio.
-¡El perro
se está muriendo, le dio un ataque! -De un brinco salí del cuarto. Tatiana
sujetaba al perro mientras este convulsionaba. El tema del Beagle perdido se
agravaba, era epiléptico. Le dieron dos ataques más durante el día.
Empapelamos
el Park Way, Palermo y Galerías con avisos:
Llenamos en face con entradas
buscando a sus dueños y lo compartimos en todos los grupos especiales: “Beagles
extraviados y encontrados en Colombia”, “Animalitos perdidos en Bogotá,
Colombia” “Animales perdidos”, “Perros perdidos en Bogotá”, “Mascotas del Park
Way”, “Salva un amigo”, “Participación local para la protección de los animales
– Teusaquillo”, “Barrio Galería, Sears, Amigos”, “Perros y gatos perdidos y
encontrados en Bogotá”, “Park Way, Palermo y alrededores”. Durante casi una
semana el face nuestro se movió alrededor del Beagle perdido y nuestro aviso
fue compartido 150 veces.
Connie, nuestra vecina, nos ayudó
con el problema de la epilepsia del perrito, consiguió en la clínica donde
trabaja el formato para formularle el anticonvulsionante, medicamento que es
restringido por Fondo Nacional de Estupefacientes. Con esa
fórmula, recorrí tres droguerías de Colsubsidio, es la única entidad autorizada
para venderlo, hasta que lo encontré en el de la 26. ¡No lo pude comprar! Increíble.
El empleado que me atendió me explicó con toda su caraza de estúpido que no
había sistema y había que cotejar la fórmula en el sistema, habían programado
una jornada de mantenimiento durante el fin de semana. Pelee, reclamé, patalee,
pero nada sirvió. Era el colmo que no hubiera protocolos para casos de
urgencias.
Me acordé entonces de un familiar
que toma este tipo de medicamentos. El de ella era distinto, pero después de constatar
en el vademécum Connie dispuso la dosis adecuada y a las diez de la noche, por
fin, pudimos darle las pastillas, mi familiar nos obsequió el medicamento
suficiente mientras el martes, el lunes era festivo, podíamos comprar la
fórmula. Así terminó el domingo más largo de este año. El Beagle no volvió a
convulsionar.
El martes lo mandamos bañar, el
jueves se le aplicó la pipeta antipulgas, estaba cundido, así, la semana fue
transcurriendo entre especulaciones. “Eso fue que lo botaron a la calle”, “Claro,
como estaba enfermo, se deshicieron de él”… No podíamos creer que un perro que
estaba bien cuidado y que a todas luces se veía consentido hubiera sido tirado
a la calle. Empezamos a tejer una teoría que nos gustó más: Milú, a estas
alturas le habíamos puesto el nombre de la mascota de Tintín el comic de
aventuras creado por Hergé, era la mascota de una viejita que se le perdió, es
un gordo rechoncho porque la viejita no puede caminar mucho y debe sacarlo
poco, ella no maneja Facebook y no tiene ni idea como buscar su perro perdido
en Internet.
El viernes santo, luego de
visitar a mis suegros, Milú conoció a sus abuelos putativos, salimos a darle su
vuelta al Park Way, teníamos la preocupación de que íbamos a hacer con él. Por
supuesto no lo íbamos a botar, Aydée ya había armado una estrategia de adopción,
era claro que nosotros no lo podíamos tener por las dinámicas de nuestro
trabajo, que significaba que el pobre perro estuviera encerrado todos los días,
sólo, en el apartamento. Su condición de salud no permitía esto. Varios amigos
habían ofrecido su apoyo, Carlos Mario nos ofreció financiar los exámenes
médicos que permitieran diagnosticar el origen de sus convulsiones, Francisco,
mi primo, ofreció ayudar con el concentrado, que seguramente debía ser
formulado por su condición. A estas alturas el perrito también manifestaba
problemas de riñón, seguramente a causa de los medicamentos.
Debo decir, que a pesar de la
preocupación, nunca perdí la fe en que sus dueños aparecerían, era cuestión de
tiempo y de seguir buscando, ya habíamos programado enviar correos a las
clínicas veterinarias y visitar todos los parque de los barrios de los alrededores,
pegando carteles. Fue, entonces, cuando una mujer atravesó la 24 y se acercó a
nosotros, aparecieron sus dueños Luis y Magnolia, nos venían siguiendo desde Carulla,
mirando al perro, hasta que ella decidió acercarse, e indagar si era o no su
perro. Abrazos al perro, ladridos y aullidos de alegría, el Beagle pasó rápidamente
de Milú a Steve, su verdadero nombre. Se había perdido desde el jueves, es
decir, anduvo por la calle dos días antes de llegar a nuestro edificio. Nos
mostraron las fotos de él en su casa, en su cama, con su cobija, con Tintín, su
hermano perruno. “Tintín”, nos reímos con Aydée, la vida tiene unas conexiones
muy extrañas. En cinco minutos se produjeron mil llamadas a celular, donde sus
dueños contaban que Steve había aparecido.
Finalmente, Steve se subió feliz a
su carro y se fue con sus amos de siempre. Abrazados con mi esposa los vimos
alejarse, una sonrisa y una lágrima de satisfacción nos abrazaba el alma y un
hueco de 150 mil pesos quedaba en el bolsillo.

