Escribo
porque hay un impulso interno que me obliga, aunque es una tortura que duele. Soy
masoquista, el dolor de la escritura es una necesidad que me ayuda a respirar,
que hace que mi sangre circule. Escribo porque las frases y las palabras me
asaltan, a veces se esconden, quedan las ideas, pero las palabras se niegan a
salir. Se divierten escondidas en algún rincón del cerebro, entre la percepción
y la memoria. Se burlan de mí.
Escribo
porque hay cosas que el mundo necesita leer, bueno, no todo el mundo, sino mi
vecino, un amigo, quizás mi hermano. Escribo en secreto, ellos no saben que les
estoy escribiendo, tampoco leen, no les importa, pero les escribo porque es necesario
decirles lo que escribo.
Si
no lo hago exploto, salgo volando en pedazos de mil palabras no escritas. No
imagino mi estudio untado de frases y palabras, en el techo, en las paredes,
escurriendo hasta llegar al piso. Palabras deformadas por la explosión,
incompletas, con letras colgadas de los libros o de los bombillos.